- Salvador J. Tamayo
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Tengo tres perros peligrosos: la ingratitud, la soberbia y la envidia. .
Cuando muerden dejan una herida profunda.
Michel de Montaigne
Michel de Montaigne escribió: “Tengo tres perros peligrosos: la ingratitud, la soberbia y la envidia. Cuando muerden dejan una herida profunda.” La soberbia le viene como un guante de seda al ensayista francés por la incomprensión que plantea en sus ensayos sobre la propia condición humana, pesimista y escéptica, a pesar de escribir en la vorágine de luz renacentista. “Quiero que se me vea en mi forma simple, natural y ordinaria, sin contención ni artificio, pues yo soy el objeto de mi libro”. Escribe sobre la totalidad del hombre y su problemática partiendo de su propia individualidad. No concibo un acto de soberbia mayor que la exaltación del yo y su vertiente más directa: la humildad de aceptarlo de esa forma, sin máscaras. A su vez, es maravilloso.
No me conformo con las cinco acepciones que tiene nuestro DRAE sobre la soberbia, entiendo que debería haber una por cada hombre, con su nombre y apellidos y las abreviaturas pertinentes: “Soberbia. 1.Montaigne, voz fr. sup. poét. (Montaigne, voz francesa, superlativo, poético)”.
La creación artística está relacionada directamente con la soberbia, con la idea de que se puede aportar algo nuevo a lo que ya existe e incluso mejorarlo; y, para colmo, se siguen sus palabras al pie de la letra: “yo soy el objeto de mi libro”. Escribimos sobre nuestras obsesiones y nuestros miedos. Lo demás no importa.
Nabokov y Laura y Lolita y todas las mujeres que alguna vez le hicieron sentir alguna emoción reducidas a la ficción del momento, al castigo de los incautos. Laura, otro tipo de soberbia, sin duda, que publicó en 2009 en forma de 138 fichas que hubieran comprendido el armazón de una hipotética novela y que guardó en su caja fuerte prohibiéndole a Véra, su esposa, que viesen la luz nunca.
Volvemos al DRAE, segunda acepción: “Satisfacción y envanecimiento por la contemplación de las propias prendas con menosprecio de los demás”. Este caso ni siquiera da lugar al menosprecio ajeno. Odiaré hasta el día en que muera la falsa modestia de los genios que decidieron no publicar jamás sus textos y que, milagro, finalmente surgen de un cajón olvidado, una caja fuerte, un baúl o el amigo que falta a la última voluntad del difunto y salva del fuego todos sus papeles, como le sucedió a Kafka.
Emily Dickinson, Nabokov o aquel magnífico poeta inglés que, en las trincheras en la Gran Guerra, en 1914, escribía poemas en un trozo de papel de arroz y luego lo usaba para liar un cigarrillo. Mientras fumaba se lo recitaba de memoria a sus compañeros y baleaba a los soldados alemanes que tenía delante. Eso sí es poesía. Ni que pidiese disculpas hizo falta.
Soberbia también es sentarte y tomar un libro en el tren de vuelta a casa, en el banco de un parque o en una terraza y no poder evitar empatizar con el protagonista hasta el punto de sentir y sufrir con el destino azaroso que el escritor ha decidido para él. Lejos de representar una situación social determinada o de ser la voz de una generación, el autor pretende hacer de su libro el vocero de su soberbia y de su ego. Walt Whitman: “Cuando yo doy, me doy a mí mismo”. Se puede confundir soberbia con vanidad y este texto valdría de igual modo. La diferencia es tan pequeña como despreciable.
La actitud del lector al empatizar con lo que lee es otro tipo de soberbia, más leve si se quiere, pero al fin y al cabo es lo que es. Podríamos hablar de una red de soberbias colectivas en torno al leiv motiv del texto original, ese punctum inicial que hace que el texto surja sólo como una mejor forma de emplear el tiempo en lugar de iniciar una revolución o salir a cazar fascistas. La necesidad de las letras, y del escritor, es una gilipollez. Barthes a la basura. Hace trece años, en una conversación con otros amigos escritores se planteó la siguiente cuestión: “¿Qué preferís, escribir o haber escrito?” De los cinco fui el único que, atado a mi satisfacción onanista relacionada con el acto de aporrear el teclado como un mono, defendí: “Escribir, por supuesto”. Se rieron de mí y decidieron en el improvisado cónclave que lo mejor era, sin duda, la segunda opción. Se habló de la gloria, del trance sublimado cuando se pueden palpar y oler las páginas recién impresas o verlas al hacer scrolling descender con vértigo en la pantalla. El trabajo bien hecho, el fruto del esfuerzo, quizás el reconocimiento en una breve conversación casual por parte de un lector ajeno y un polvo tras el libro. Soy al que peor le va de los cinco, pero mi respuesta sigue siendo exactamente la misma. Escribir a haber escrito, aunque quien no ansíe la gloria es incapaz de amar la vida. Herbert Marcuse, “el arte se hace para suplir o para obtener un acto sexual”. Si nos ponemos de acuerdo acerca de lo que comprende el acto sexual más allá del coito, suscribo cada una de sus palabras.
La soberbia de escribir, la soberbia de las consecuencias de escribir, la soberbia del lector. La soberbia de creer que el que disfruta o padece un libro es en realidad el destinatario natural del mismo. La soberbia del que lee cuando piensa irremediablemente en el libro que le ha cambiado la vida o que le ha transmitido alguna emoción. Función única del arte según Bourdieau. Patéticos lectores de Cortázar, Virginia Wolf, Dostoyevski, Borges, Alfonsina Storni y Viv Albertine. Soberbias condensadas en unos versos virales del poeta Ben Clark: “Lees porque piensas que te escribo y es comprensible. Escribo porque pienso que me lees y eso es terrible”. Terrible, pero siempre merece la pena intentarlo, seguir hasta que los borbotones de la sangre que surge de los dedos impidan identificar las letras del teclado, y continuar escribiendo con la convicción de que se tiene algo que decir, más allá de absurdos remakes y presunciones estéticas. Con la seguridad y la soberbia de que se puede hasta que años más tarde la realidad te araña los costados y la ansiedad es una rémora que hace de tu carne la dulce carroña del fracaso.
Cómete la ensalada. Aún no estoy preparada, es demasiado pronto. Los treinta son los nuevos veinte. Ser la voz de una generación. Siento el peso de la gloria como una espada de Damocles que me inmoviliza. Infancia, adolescencia, usar converse con veintimuchos, frustración. La vida del artista reducida a las cenizas de su ego y aún así vomitar sobre el espejo todo lo que uno es y dejar que la vanidad le vaya corroyendo. Tomar como dogma de fe doctrinas como la que Joaquín Pérez Azaustre proclama sobre la singularidad del que escribe: “Cada escritor, a pesar de sus influencias, y de la constante búsqueda de una voz propia, tiene algo que le hace único y por ello distinto a lo que ya se ha dicho o escrito”. Y tiene razón, se acaba irremediablemente rezando a la singularidad con las mismas ganas que se escupe contra los mediocres y se termina una vez más ahogado en la propia autocompasión y en la condescendencia más rabiosa, pensando en la soberbia del peso del pasado sobre los textos y los años, como ha sucedido siempre.