Hemingway: Aproximación a un boxeador cansado

«¿Qué provecho tiene el hombre de todo su trabajo con que se afana debajo del sol? Generación va, y generación viene; mas la tierra siempre permanece. Sale el sol, y se pone el sol, y se apresura a volver al lugar de donde se levanta».
Eclesiastés 1, 3-5.

El sacerdote Robert J. Waldmann leyó estos versos en el funeral de Ernest Hemingway procedentes del Eclesiastés, precedido de la máxima: Vanidad de vanidades, Todo es vanidad. Primero en latín: Vanitas vanitatum et omnia vanitasy luego en inglés: Vanity of vanities, all is vanity.

Finalmente, tres padres nuestros y tres avemarías para despedir al escritor que vivió dos guerras e incluso le ganó la partida a la muerte disparándose con los dos cañones de una carabina mientras su esposa aún dormía. La vida es aquello que pasa mientras decides cómo contarla. Hemingway lo logró, logró narrarse a sí mismo y a su tiempo como puede que ningún otro escritor lo haya hecho nunca. Existen decenas de biografías sobre la figura del Nobel, aunque fue Carlos Pujol quien con unas breves notas sobre su vida logra poner al lector en la difícil tesitura de discernir si se queda con la vida o con la obra. Yo me quedo todo, me quedo con el Periodista que participó a favor del bando aliado, de la resistencia francesa y sobre todo de la columna comandada por el general Leclerc en la que combatieron decenas de republicanos españoles. Si detenemos el fascismo en Europa, de Francia bajaremos a liberar a España. No sucedió así.   

Lejos de ser un escritor autobiográfico, su prosa sí que se dejó llevar por la frenética vida de quien gozó de una libertad envidiable siendo únicamente fiel a sí mismo. De su paso como camillero por la Primera Guerra Mundial en Italia nació Adiós a las armas, donde no sólo apreciamos los problemas de la guerra sino los de un hombre, ya que como dijera él mismo en la única conferencia política que dio en su vida: «el problema de un escritor no cambia, él mismo podrá cambiar, pero los problemas seguirán siendo los mismos. Y esto es como escribir verdaderamente y encontrar una experiencia que al ser escrita se convierta en parte de la experiencia política de los escritores. […] los verdaderamente buenos escritores lo siguen siendo bajo casi todas las formas de gobierno existentes y que ellos puedan tolerar. Sólo hay una forma de gobierno que no produce buenos escritores y ese sistema es el fascismo. Ya que el fascismo es una mentira contada por matones. Un escritor que no mienta no puede vivir y trabajar bajo el fascismo» (4 de junio de 1937 en la celebración del Segundo Congreso de los Escritores norteamericanos en el Carnegie Hall de New York). En Adiós a las armas vemos el romance casi fortuito del soldado Frederick Henry con la enfermera Catherine Barkley.

F. Henry, alter ego del propio Hemingway muestra una visión humanista de la guerra donde el horror de la sangre queda oculto -como su eterno iceberg- bajo la cantidad de alcohol que el soldado herido consume, los parajes que visita y diálogos rápidos y ásperos que, a pesar de la censura original, lograron de sobra el efecto deseado por el escritor. Los ideales y la sensación del odio hacia el enemigo narrados desde la cotidianidad de la barbarie, donde incluso puede nacer el amor y la huida por amor con final trágico inclusive donde se muestra de nuevo a un Frederick/Hemingway resignado a ser la persona más importante de su propia existencia, tratando la muerte incluso como una excusa:

«—¿De verdad le tienes miedo a la lluvia?
—Cuando estoy contigo, no.
—¿Por qué le tienes miedo?
—No lo sé.
—Dímelo.
—No, no insistas.
—Quiero que me lo digas.
—ya que tú lo quieres… La lluvia me da miedo porque a veces, cuando llueve, me veo muerta.»

(Adiós a las armas, capítulo XIX)    

De su paso por la Guerra Civil Española surgió ¿Por quién doblan las campanas?, y en este momento, manteniendo su inalterable independencia como escritor se radicalizó en favor del bando republicano, como no podía ser de otro modo, y llegó a admirar y a llorar la muerte del general húngaro Lucasz -que estaba al frente de las Brigadas Internacionales- del mismo modo en que lo hiciera en el entierro de Unamuno. La independencia del escritor no está reñida con su implicación política, de hecho, pasó de ser voluntario como camillero en Italia en la I Guerra Mundial a terminar siendo juzgado en un consejo de guerra, del que fue absuelto, por incumplir su condición neutral como periodista y hacerle llegar armas a la resistencia antifascista parisina.

Cuenta la leyenda que quería entrar en París antes que nadie y que se molestó profundamente tras reunirse con De Gaulle y éste se negara a darle hombres para que los comandara hacia las entrañas de la ciudad de la luz. El día de la liberación de París, entró riendo y gritando en el Ritz con un par de hombres armados, abrió una botella de güisqui para celebrar el triunfo sobre el fascismo, bebió por tres, por la Guerra de España, por la Guerra de Francia y por París que parecía no querer terminar nunca. Otra versión habla de los 51 daiquiris que se tomó de seguido en el bar del hotel que ahora lleva su nombre. Años después, en 1957, el dueño del Ritz le llamó para informarle de dos cajones con sus pertenencias de la época que habían conservado durante más de treinta años. Hemingway compró un baúl, grabó sus iniciales y vertió el contenido de los cajones. De ellos algunos años más tarde surgió París era una fiesta, donde sumido en una gran depresión, sufriendo de paranoia y manía persecutoria escribió uno de sus últimos textos, antes de suicidarse. ¿Por qué el arrebato vitalista previo al disparo? «En París es donde fui más pobre y más feliz», se ha repetido hasta la saciedad la relación de Hemingway con Gertrude Stein, Ezra Pound -a quién trató de enseñar a boxear, con muy poca fortuna para ambos- y Scott Fitzgerald, pero no sólo son interesantes las historias y que le retorciera el cuello a palomas porque no tenía para comer, sino el momento vital en el que escribió ese libro. La complejidad de la literatura de Hemingway, a pesar de la sencillez evidente, es un reflejo de su propia complejidad, estoy convencido de que jamás creyó en un tipo de romanticismo, sino que decidió vivir cómo quería escribir y escribir como quería leer, logrando que su espectro abarcara casi cualquier recoveco de la exaltación del hombre:

«El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical estaban en sus mejillas. Esas pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo y sus manos tenían las hondas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces.
Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto.
Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y estos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos.»

El viejo y el mar

«Nena, me dices que con esta pierna maltrecha no te sirvo de mucho, pero si puedo cargar a un soldado italiano durante cincuenta metros por supuesto que puedo cargar a una enfermerita alemana hasta el camastro. Tú y yo no tenemos la culpa de esta guerra, pero no veo por qué no sacarle provecho. Te esperaré toda la noche, a un lado de la barraca.»

Carta a Agnes Von Kurowsky, 1918

«Franquistas, nazis, fachas. No le veo salida a este siglo. Pero entonces entramos a París, y los malditos franceses seguían ahí, sentados muy orondos en sus cafés, fumando sus cigarritos y comiendo sus baguettes.»

Carta a John Steinbeck, 1945

 

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