Los nazis también lloran

El gobierno de Sarkozy, a principios de 2011, anunció, a través del ministro de cultura, Frédéric Mitterrand, sobrino del mítico ex presidente Françoise Mitterrand, su decisión de sacar de la lista de celebraciones nacionales al que fuera uno de los mejores escritores franceses del siglo XX, Luoise-Ferdinand Céline. Fallecido hace cincuenta años. El motivo de la damnatio memoriae es su antisemitismo y su colaboracionismo con el régimen nazi en los días de ocupación.

Vargas Llosa escribió al respecto por aquel entonces en El País: “Céline fue, políticamente hablando, una escoria. Pero también un extraordinario escritor. El nobel peruano no podía explicarlo de mejor forma ya que de eso él sabe bastante. ¿Un escritor es lo que escribe? Por supuesto ¿Se debe negar el valor literario de un escritor sólo por la aversión que nos provoca su ideología o el cómputo de sus valores morales? En absoluto. De ser ciertos los rumores de que Céline delató a judíos que cayeron bajo el asqueroso yugo nazi –aún a día de hoy no se ha podido probar nada-, podríamos decir que fue un tremendo hijo de puta y un horrendo ser humano, pero no un mal escritor. Por ello no hay que ningunear a obras como: Viaje al final de la noche (1932) o Muerte a crédito (1936).

Céline, era un dandy al que le horrorizaba eyacular que se dejaba llevar por sus palabras –a veces ni siquiera las creía- y, como la mayoría de los dandys, jamás tuvo una ideología encasillable en un grupo determinado más allá de su propio imaginario personal. Se nutría de un humanismo exacerbado, dominado por el narcisismo, la sordidez y la insolencia; fiel defensor de la aristocracia de la desgracia.

Estuvo, al igual que su amigo Cioran –al que llamaban “el cortesano del vacío”- entre la ambigüedad, la decadencia, el pesimismo y la sombra (“El que crea que la filosofía debe ser optimista me da mucha lástima”). Cioran defendió la dignidad del suicidio, más allá de lo que puedan imponer religiones y supercherías, aunque no lo consumó nunca y falleció de muerte natural. Otro motivo, sin duda menos molesto, por el que se podría condenar la literatura de ambos. ¡Señores no los lean, son nazis que incitan al suicidio!

Siendo coherentes, el gobierno francés debería condenar al olvido a otros personajes acusados de antisemitismo como: Shakespeare, Quevedo, T.S. Eliot, Cioran, Balzac, Pío Baroja, Günter Grass, Ezra Pound y ¿por qué no? Pongámonos quijotescos, obviemos incluso al ex sumo pontífice Benedicto XVI ya que fue sensible de sospechas por actitudes de dudosa moralidad –en el sentido judeocristiano del término- y por su pasado en las SS. Incluso siendo fiel para con sus intereses nacionales, Francia también debería condenar a Jean-Paul Sartre por su posicionamiento a favor de los secesionistas argelinos; pero evidentemente ni en Francia ni en ningún otro país que se me ocurra, coherencia y Estado han ido casi nunca de la mano.

El escritor tiene la difícil tarea de vivir y de interpretar el mundo en cuanto a su propia condición de ser, de moverse entre el pesimismo y la infamia como el último superviviente de sí mismo. Buscar quizás la armonía con su propia visión de la realidad y, obviando estúpidas excusas situacionistas que puedan otorgarle impunidad ante el tiempo y la historia, ser consecuentes con su literatura y con su pensamiento. Sea el que sea, aunque a veces duela. Los ejemplos que mencionaba anteriormente demuestran que ser “buena persona” –en un sentido extremadamente naif, cándido y absurdo- no está reñido con la calidad literaria. No hay que ser buen ciudadano para ser buen escritor, de hecho, suelen escribir más canallas que valientes. Lo que tengan que decir los santurrones no le interesa a casi nadie.

No me interesa la condena que puedan hacer sobre la maravillosa moral sexual de Gil de Biedma, me interesan sus versos, esos tan sangrantes y tan humanos, cuando escribe: “Y al dormir/te apretarás contra mí/como una perra enferma”. La misoginia de Schopenhauer o la de Houellebecq y su condición de pornógrafo me traen sin cuidado, aunque tengamos en común algo más que el amor a la literatura. La forma en que disecciona la sociedad que nos ha tocado sufrir, eso es lo que me interesa de Houellebecq. Dalí, franquista declarado, ¿y qué? Los prejuicios de muchos intelectuales de izquierda y de derecha –aunque los encuentro más presentes en compañeros de izquierdas, los de derechas no tienen muchos referentes a la altura- hacen de su “onanismo cultural”, su mayor flaqueza. La última  función de la literatura es la de “dar ejemplo” de buenas costumbres, todo lo contrario, eso se aprende en casa. La calle y los libros, son escuelas de canallas.

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