Contra la holganza

Nunca tienes tiempo suficiente para hacer toda la nada que quieres
Bill Watterson

Los perezosos

«La pereza dicen que es el don de los inmortales: en efecto, en esa serena y olímpica quietud de los perezosos de pura raza hay algo que les da cierta semejanza con los dioses». Escribió Gustavo Adolfo Bécquer en 1871. La pereza debiera ser uno de los pilares en los que se sustenta el imaginario de la humanidad. Se dice que está todo escrito, que sólo nos queda reinterpretar, reinterpretarnos, y rezar por que el resultado de nuestras palabras, no se aleje demasiado de las emociones que en su día provocaban las tragedias griegas. La gran obra literaria, por definición, es la que cumple con los requisitos de atemporalidad y de humanidad, entendido esto último como la preocupación de uno, varios o todos los grandes temas: el miedo, el paso del tiempo, el odio, la muerte, el amor, la soledad, los celos, y, ¿por qué no? también la pereza.

Casi todo el mundo entiende la pereza como una pérdida de tiempo, como el no momento en el que dejamos de hacer lo que se supone que tendríamos que hacer. Evidentemente todo esto está relacionado con nuestro propio concepto de tiempo, Somos perezosos en cuanto a que entendemos el tiempo y lo que es peor, nos preocupa. Cervantes dijo a través de la boca de Alonso Quijano: «¡Dichosa edad, y dichosos tiempos aquellos en que el hombre no conocía el tiempo, porque no conocía la muerte, e inmóvil y tranquilo gozaba de la voluptuosidad de la pereza en toda la plenitud de sus facultades!», no podía tener más razón. Si fuésemos inmortales no nos preocuparía la pereza, porque prácticamente todo podría esperar y lo terrible sería darnos cuenta de que el tiempo, que ahora se nos escapa de las manos como granos de arena, es totalmente insuficiente para dedicarlo a la más noble de las acciones: la pereza, la no acción -con infinidad de matices-. Lo que iguala a los hombres no solo es la muerte, sino la capacidad de dejarnos llevar por el dulce beso de la mal llamada pereza cuando en multitud de ocasiones se trata solo de autocuidados y amor propio. «Seamos perezosos en todas las cosas, excepto al amar y al beber, excepto al ser perezosos» (Doris Lessing).

Sin embargo, en el arte, la cosa es diferente, cuando hablamos de pereza lo hacemos desde un prisma distinto, la pereza no es compatible con la vida del artista. El verdadero artista no siente pereza para desarrollar su obra. Más allá de literatos, poetas -ay, los poetas- pintores o músicos; no importa, la necesidad de emocionar se impone a la de decidir no hacerlo. Según esto, no existen los verdaderos artistas, aunque algunos se acercan bastante a este concepto. Walter Benjamin, hablaba de los artistas como si fueran dioses, precisamente por lo que decía antes del concepto de tiempo, porque los artistas tienen un sentido del tiempo completamente distinto al del resto de los hombres. Hace años, Antonio Gala me dijo: «Las personas sólo se puede clasificar en dos grupos: los que son artistas, y los que no». Y no puede tener más razón. A los artistas se les está permitido prácticamente cualquier cosa, y es por ello que no se les puede tratar del mismo modo que al resto de la gente. Al fin y al cabo, lo que nos queda es vanidad, quizás también al final sea lo único que importe.

Prácticamente todos los escritores han tratado la pereza en mayor o menor medida. Incluso alguien de la sólida estructura moral de Borges en cuanto a su concepción del trabajo, el honor, y su visión tan aristocrática de la vida y de la literatura, veía a la pereza como: «la menor de las vergüenzas»; Gloria Fuertes escribía los siguientes versos al respecto: «yo duermo, soy alegre». Incluso el viejo deslenguado y borracho -era más una opción estética que malditismo- de Charlie Bukowski en Factotum, allá por 1975 afirmó: «Mi ambición está limitada por mi pereza». Afirmación extraña, pretenciosa, aunque muy coherente con lo que había sido su obra y su propia concepción del propio personaje que se había forjado durante toda la vida. Las alusiones al pecado capital continúan en Shakespeare: «El cansancio ronca sobre los guijarros; en tanto que la pereza halla dura la almohada de la pluma». Aunque una de mis citas favoritas es de Bill Watterson, autor de la tira cómica Calvin y Hobbes: «Nunca tienes tiempo suficiente para hacer toda la nada que quieres».  Samuel Johnson publicó un sábado de 1971 en The Rumbler: «La certeza de que la vida no dura mucho, y la probabilidad de que resulte más corta aún de lo que naturalmente nos es permitido, debiera despertar a cada hombre y encaminarlo a la prosecución diligente de lo que está deseoso de llevar a cabo». De nuevo el tiempo, no entendido como un panacénico eterno retorno, sino como una carrera perdida de antemano. En el otro extremo tenemos a escritores que no luchaban contra la idea de pereza, luchaban contra la propia muerte. A Roberto Bolaño le diagnosticaron un cáncer terminal, cada segundo contaba, terminó 2666 justo a tiempo para morirse. Las más de mil páginas de 2666 pesan lo que pesa el alma de Roberto Bolaño. A ese tipo de artista es el que se refería Walter Benjamin, él era un verdadero escritor, y no una pose vacía y hueca, perezosa y hueca. Pablo Neruda, en Oda a la Pereza: «Ayer sentí que la oda no subía del suelo(…)/Entonces en lo alto de los pinos, la pereza, apareció desnuda, me llevó deslumbrado y somnoliento(…)/En la noche, pensando en los deberes de mi oda fugitiva, me saqué los zapatos junto al fuego, resbaló arena de ellos y pronto fui quedándome dormido». Al leer versos como estos, pienso que la función de la pereza durante milenios ha existido únicamente esperar, perezosa, a que Neruda la reescribiese de esta forma.

 

Los Bartlebys

Muchos confunden a los Bartlebys con los perezosos y nada más lejos de la realidad. Un Bartleby es aquel que por el motivo que sea, ha dejado de escribir. La génesis la encontramos en un texto de Herman Melville, Bartleby el escribiente. Puede ser el oficinista más famoso de la historia de la literatura; caricaturizado y revisionado cientos de veces tanto de forma implícita en otras narraciones, como en tiras cómicas, gags, o series de televisión, hasta llegar, sin que nos demos cuenta, a formar parte del imaginario social de las últimas décadas. Este caballero, ante la petición de alguna tarea se limitaba a responder: Preferiría no hacerlo. El ejemplo español sería el famoso «Vuelva usted mañana» de Mariano José de Larra. Una postura más que respetable, ya que como argumenta el análisis marxista de Paul Lafargue en: Elogio de la pereza (1880), el trabajo, lejos de dignificar es tan sólo provocador de: «…toda degeneración intelectual, de toda deformación orgánica» y continúa:

«España, que lamentablemente se está degenerando, puede todavía vanagloriarse de poseer menos fábricas que nosotros prisiones y cuarteles; el artista se regocija admirando al atrevido andaluz, moreno como las castañas, derecho y flexible como una vara de acero; y el corazón del hombre se conmueve al oír al mendigo, soberbiamente envuelto en su capa agujereada, tratar de amigo a los duques de Osuna. Para el español, en el que el animal primitivo no está aún atrofiado, el trabajo es la peor de las esclavitudes. También los griegos de la época dorada despreciaban el trabajo: sólo a los esclavos les estaba permitido trabajar: el hombre libre sólo conocía los ejercicios corporales y los juegos de la inteligencia. Era también el tiempo en que se caminaba y se respiraba en un pueblo de hombres como Aristóteles, Fidias o Aristófanes; era el tiempo en el que un puñado de valientes aplastaban en Maratón a las hordas del Asia que Alejandro iba luego a conquistar. Los filósofos de la antigüedad enseñaban el desprecio al trabajo, esa degradación del hombre libre; los poetas cantaban a la pereza, ese regalo de los dioses».

Incluso el gran escritor Isaac Rosa bromea con esto en el nombre que le dio, hace años, a columna que escribía para el periódico Público: Trabajar cansa.

Volviendo a los Bartlebys, entendidos como los escritores que por alguna razón dejan de hacerlo. El término se lo debemos a Enrique Vila-Matas y a su obra Bartleby y compañía. Hay quién dice que a Vila-Matas se le da mejor este tipo de literatura (Bartleby y compañía, Historia abreviada de la literatura portátil, Suicidios ejemplares, París no se acaba nunca…) que las novelas de composición más clásica y no puedo estar más en desacuerdo. Vila-Matas demuestra fascinación por la novelización de la literatura del no y por la magia del silencio y el asombroso. Silencio que puede llegar simple y llanamente por pereza, por la muerte, o por algunas de las decenas de situaciones particulares que plantea en sus libros.

Encontramos Bartlebys prácticamente de manual, como: Juan Rulfo, que escribió poco más que Pedro Páramo y J.D. Salindger y su Guardián entre en centeno, con teoría de la conspiración incluida. Pero si profundizamos en el asunto comenzarán a dibujarse nombres como el propio Melville que nombrábamos antes, Musil, Valery, Céline, Pedro Garfias o incluso, Pedro Casariego de Córdoba. La primera vez que leí Bartleby y compañía, alguien me preguntó: ¿Por qué lees eso, no te da angustia leer sobre gente que ha dejado de escribir; no tienes miedo de que te pueda pasar? Es lo que más temo en el mundo, respondí.

La pereza en la creación artística, significa únicamente que la necesidad del artista de crear pasa a un segundo plano, y ante eso sólo nos queda rezar y lamentarnos: Por favor, que falte de todo, menos las ganas de seguir intentándolo.

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