Cualquier verano es un final: Ray Loriga

Cualquier verano es un final

Ray Loriga Alfaguara, 2023

Publicado en el número 478 de Quimera 

La muerte es algo tremendamente vulgar, dice Ray Loriga. En 2019 le detectaron un tumor cerebral, como consecuencia de ello sintió de cerca el aliento de la muerte y perdió la convergencia en la mirada, de ahí el parche. En un encuentro con Diario Sur, comentó: «No considero que mi muerte fuese una gran pérdida y lo digo tan honestamente. Soy como una bombilla que se apaga en una tienda de lámparas donde hay muchas más encendidas. ¿Por qué nos empeñamos en ser felices cuando sería más que suficiente con estar tranquilos?». La narración de Cualquier verano es un final se sustenta sobre estas dos máximas.

Siempre he esperado sus novelas como quien vive en Brighton en 1965 y aguarda con impaciencia a que The Beatles lancen Revolver. Ya solo se habla de amor, Trífero y Héroes formaron parte de la educación sentimental de una generación. Me alejé un poco de él con Za Za, emperador de Ibiza y me volvió a enamorar con Rendición. Esta novela nos conecta con el mejor Loriga, pocos narradores construyen como él personajes sobre los que se cierne de forma sempiterna la dulce carroña del fracaso. Con un estilo templado, certero, sin costuras ni fisuras y en ocasiones adictivo, Loriga hace que nos pongamos en la piel de Yorick, que se llama igual que el bufón cuya calavera sostiene Hamlet en sus manos, y nos guía a través de ciudades como Santo Domingo, Venecia, su querida Nueva York, Lisboa, Madrid, Setúbal, Rorschach y Carvahal donde muestra simplemente el transcurrir de la vida y trata de buscar una razón del porqué Luiz quiere morir. En literatura las casualidades no existen.

El protagonista intenta convencer a su amigo de que cese en su idea de suicidarse cuando conoce que ha viajado a Suiza a un retiro idílico junto al lago Constanza para morir de forma asistida. Loriga le presta al personaje los matices y las aristas de entender el mundo de una determinada manera y el trance de rozar la muerte con los dedos. Ray Loriga, tumor cerebral. Yorick, ictus. Siente fascinación por Luiz, personaje magnético y en parte misterioso que le produce una mezcla de amor, atracción y envidia de la misma forma en que Morelli impresionaba a los miembros del Club de la Serpiente en la Rayuela de Cortázar y Ulises Lima a Arturo Belano en Los detectives salvajes de Bolaño. Duda de si es lo suficientemente bueno para él y si cuando se conocieron no incurrió en una suerte de acoso y Luiz sólo le siguió la corriente por la educación que su dandismo le imponía. Esta obsesión carcome a Yorick hasta el punto de codiciar a Luiz, no tanto por ser él como para de alguna forma elevarlo y canibalizarle: «Sí, Luiz y yo nos besábamos a menudo. Siempre en partes legales del cuerpo. Nunca en los labios. Nuestra historia de amor, y me resisto a llamarla de otra forma, estaba más anclada en la sincronía que en el deseo». No se trata de ser felices, sino de merecerse.

La masculinidad que se muestra en la novela está muy lejos de ser un vodevil de testosterona, si obviamos el certero lenguaje bélico que usa en ocasiones, y aborda sin fisuras el amor y la amistad entre los dos como un ejemplo verdadero de lo que también significa ser hombre. Amar a otro hombre.

La muerte es algo tremendamente vulgar e inevitable y aunque se cierna sobre la novela como una gran sombra que lo inunda todo, lo que encontramos es precisamente lo contrario: una exaltación de la vida y del amor que atraviesa el corazón de los otros grandes temas de la novela: el trance de la mediana edad, el paso del tiempo y cómo no, la muerte o su propia imposibilidad. Ya que no podemos escoger la vida que nos ha tocado, atendemos a una sublimación de la voluntad humana al tener el poder de decidir cómo y cuándo queremos marcharnos. Si lo hacemos, además, en nuestro mejor momento, ese dulce coqueteo travestido de tendencia suicida convierte la acción en el mayor acto de libertad posible. Pocas cosas hay más vitalistas que esa, Loriga lo sabe y sus lectores lo sabemos porque «a los reyes y a la muerte se los saluda con el mismo indefinido respeto».

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