Barco, avión, tierra

Nada pueden bombas donde sobra corazón

Barco

En Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, David Foster Wallace comienza: «Es sábado, 18 de marzo, y estoy sentado en la cafetería abarrotada del aeropuerto Fort Lauderdale, matando las cuatro horas que separan el momento de bajar del crucero de la salida de mi vuelo a Chicago, intentando componer una especie de collage sensorial hipnótico de todo lo que he visto y oído y hecho como resultado del encargo periodístico que acabo de terminar.» Y algunas páginas más adelante, continúa. «He visto y olido a los ciento cuarenta y cinco gatos de la Residencia Ernest Hemingway de Cayo Hueso, Florida.» Hay que escribir desde los límites. Wallace acepta el encargo de la revista Harper’s y se embarca del 11 al 18 de marzo de 1995 en un barco con la intención de hacer un crucero por el Caribe. De pequeño memorizó todos los ataques de tiburón más reseñables que habían acontecido en los Estados Unidos. Y, antes te comenzar su crónica/ensayo/reportaje a bordo del Nadir, nos regala el mantra heredado del replicante Roy Batty: He visto. Las palabras de Wallace, lejos de perderse como lágrimas en la lluvia, fueron traducidas al español por Javier Calvo y como resultados tenemos un relato hilarante en el que el escritor, cuenta el número de veces que vio Jurassic Park en su camarote y cómo perdió al ajedrez con una niña de nueve años llamada Deirdre. El Nadir se inauguró con una botella de Ouzo en lugar de champagne y costó más de 200 millones de dólares.

Hace muchos años que es difícil encontrar en revistas, digitales y analógicas, y periódicos, textos como el que plantea Wallace. Casi todos son artículos diseñados y patrocinados por agencias de viajes, compañías hoteleras y de transporte. Aunque en este caso, los distintos lobbys turísticos, bien podrían haberle pagado más de los tres mil dólares que se embolsó del Harper’s. Nunca quise ir a un crucero hasta que leí cómo vivió Wallace esa semana en el Nadir. Quiero perder con una niña de nueve años al ajedrez, no sería complicado, ver todas las películas de American Pie en una sola noche, mientras bebo raciones individuales de Four Roses en botellas minúsculas y asistir a una conferencia sobre el funcionamiento de la nave, con jubilados belgas, rollizos como mejillones cocidos en hinojo y mantequilla. Los espectáculos de variedades en la noche irían más allá del hipnotizador y el mago de turno, o la corista ascendida a diva en el escenario del enorme barco. En realidad me conformaría con un bingo al estilo tejano, con sus rotuladores enormes para marcar los números como los que usa Drew Hemingway en Scarlet y un maestro de ceremonias a la altura de Saul Goodman.

El periodista no debe ser protagonista, lo importante es la noticia. Eso lo aprendí de las crónicas de profesionales enormes como Enric González y Alfonso Armada. Contrasta con formas actuales de hacer periodismo por parte de personajes de todos los colores políticos, más bochornoso aún si se dicen de izquierdas. Recordemos el tratamiento que muchos medios hicieron después de los atentados de París en la sala Bataclán y el posterior cierre de Bruselas -aún tengo pesadillas con el selfie de Carlos Herrera o las intervenciones de Ana Rosa Quintana y José María Ferreras-, o los atentados que finalmente terminaron sucediendo en marzo del dieciséis. El amarillismo con el que se trató roza lo esperpéntico, más aún cuando fui testigo de primera mano de la situación que se vivía en la capital belga.

Hay espacios y formatos. Nunca he pasado por la Facultad de Ciencias de la Información, y se nota, pero estoy cansado de oír a amigos, que sí lo han hecho, que el periodista no debe implicarse. Slavok Zizek habla en: En defensa de la intolerancia que todo es ideología y que la ideología se aplica en cada decisión y acto vital, por cotidiano e insignificante que parezca. He sacado de contexto esta frase, a propósito, cientos de veces, y por más que he intentado aplicar el trotskismo radical mientras compraba una barra de pan blanco, no he visto ninguna diferencia en la forma. Quizás en cómo la relación de poder entre el establecimiento, empleados, harina, sal y pan, puede afectar a los vínculos de clase, sobre todo cuando la inflación está tan alta, pero difícil. Aún así, es imposible no implicarse de alguna manera.

El pacto con la ficción parece estar mucho más claro que con la realidad. Enric González ha escrito durante años sobre fútbol, política, economía, sociedad y ha cubierto varias guerras. Es interesante el rigor con el que ha descrito el tiempo que le ha tocado vivir, con un estilo personal e identificable pero sin perjuicio alguno para la noticia o el protagonismo de la misma. Sin embargo, llegado el caso, esas noticias, imprescindibles en su calidad informativa en el momento en el que se publicaron, se complementan con libros autobiográficos como Historias de Londres, Historias de New York, Historias de Roma o el publicado por Jot Down: Memorias Líquidas. González nunca deja de ser periodista, pero en estos libros hace algo más difícil incluso, en otro espacio y de otra forma, contextualiza las piezas que fue escribiendo a lo largo de los años. Se trata de sensaciones y de cómo en última instancia la cotidianidad es lo que hace que la vida siga adelante. Gracias a Enric González, muchos seguían lo que sucedía en la primera Guerra del Golfo, desde la versión americana, pero también el ambiente claustrofóbico que se respiraba en el hotel donde se alojaba la prensa o cómo, gracias a una receta casera, intentaba destilar durante días arroz para conseguir algo parecido al aguardiente en un país regido por la sharía. Incluso tenemos un perfil de Tony Blair y la forma de vida de un barrio residencial de Londres o cómo funciona allí la sanidad pública y su asquerosa comida. Wallace, sin ser periodista, hace lo mismo en su ensayo sobre el viaje en el crucero. El texto de Wallace es digno de estudio por la manera en la que evoca la realidad desde el pacto de la ficción. Todo lo que cuenta en ese viaje es real, no hay motivo para dudar del bueno de Wallace, pero si no lo fuera, poco importaría.

Avión

Es 18 de marzo de 1937, Ernest Hemingway escribe su crónica: Las primeras imágenes de la guerra para la “North American Newspaper Alliance (NANA)”. En un avión militar va de Toulouse a Alicante, no sin antes parar en Barcelona, donde los fascistas acaban de atacar a un bombardero gubernamental que iba escoltado por dos cazas. “Cuando el avión militar que nos llevó de Toulouse a Barcelona voló sobre la zona comercial de esta ciudad, sus calles aparecieron desoladas como las de los comercios de Nueva York los domingos por la mañana”. Hemingway era un fanfarrón, no es una valoración personal, sino un hecho objetivo y probado. En esos años además de crear una relación complicada con John Dos Passos, que Ignacio Martínez de Pisón contó de forma extraordinaria en Enterrar a los muertos, se acercaba a la línea de fuego fascista para torear balas o medía sus puños con todo el que cuestionara ser más fuerte que él. Hemingway era un maestro que reescribió el final de Farewell to Arms cuarenta y siete veces y del que aprendimos que no merece la pena escribir si el resultado no es verdadero y no se mira a la eternidad a los ojos. Cada vez que tecleo tengo esas palabras en mi cabeza aunque aún no haya entendido el significado completo de esa frase.

En Alicante: “La ciudad celebraba el llamamiento a filas de los mozos de veintiuno a veintiséis años y la victoria sobre las tropas regulares italianas en el frente de Guadalajara. (…) Pero el mayor bullicio se observaba entre los componentes de las largas colas formadas delante de los centros de reclutamiento en medio de un ambiente de verdadera fiesta”. Hemingway tampoco pasó por la facultad de periodismo. No hay motivos para dudar de que vio el de Oak Park, sobre todo si lo cuenta como él lo hace, pero aunque la exaltación antifascista por defender la República estuviera palpitando sobre el paseo alicantino, no dejaba de ser una fiesta, para muchos, de despedida. “El viaje a Valencia (…) causó impresión a este corresponsal que aunque adormilado, contemplaba las luces y veía que lo que se celebraba no era un boda italiana”. Hemingway es un personaje más de su propia crónica. Llega adormilado y con resaca, recién llegado de una boda en Francia a una España en Guerra, según narra en el texto. Coloca en el mismo nivel narrativo su viaje en avión, a lo que se vivía en el puerto de Alicante, con un carguero varado en la arena como una ballena moribunda. Además del hecho, noticioso y noticiable, de que hay colas en las carnicerías por carestía del producto, pero que no sucede así en los pueblos de los alrededores.

Tierra

Donde sobra corazón, nada pueden bombas. Y si caen, que cayeron y caerán, se describirán contando el número de muertos, la hora y el lugar. Analizarán con detalle la causa de las mismas y las consecuencias geopolíticas que tendrán en adelante. Sabremos el modelo de coche, por qué carretera llegó el cronista, qué y con quién bebió antes y después de llegar al lugar y la sensación del sitio. Sólo espero no volver a ver ni un maldito selfie con flores o escombros de fondo.

 

Últimas entradas

Sneakerhead

La obsesión que lleva a personas como Yazir a hacerse con según qué zapatillas es algo que al principio me costaba entender: “Venga ya, tío....

Contra la holganza

La primera vez que leí Bartleby y compañía, alguien me preguntó: ¿Por qué lees eso, no te da angustia leer sobre gente que ha dejado...
salvadorjtamayo